Pepe Mujica. Por Raúl Yusef
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Pepe Mujica.
Por Raúl Yusef
Ha partido al infinito una figura irremplazable para América Latina y el mundo. José “Pepe” Mujica no solo fue el líder más emblemático de la izquierda latinoamericana del primer tercio del siglo XXI, sino también un verdadero referente de lo que significa ser un demócrata. Su vida sencilla, su pensamiento progresista y su inquebrantable vocación por el bien común lo elevan por encima de muchos de sus contemporáneos.
Pepe se ha ganado con creces el respeto de tirios y troyanos porque fue coherente de pensamiento y acción. Desde mi modesto punto de vista es lo que al final importa de un líder. No se puede predicar algo y hacer todo lo contrario. Ojo, esto no tiene solo que ver con el modus vivendi de cualquier líder que se precie de conductor de masas. El asunto va mucho más allá, pues se trata del ideario colectivista que se promulga en defensa de los pueblos y que no se traduce en la acción en obras para su bienestar. Hablar a sus pueblos en nombre de la revolución para luego una vez adueñados del poder robarle sus sueños convirtiéndoles en súbditos y prisiones del hombre gracias sus desafortunadas acciones ha resultado además de una estafa, una verdadera calamidad.
Mientras esos invocaban la revolución para perpetuarse en el poder y traicionar los ideales de justicia social, Mujica encarnó con dignidad los principios más nobles de la democracia. Su coherencia entre el discurso y la acción, su entrega a las causas populares sin pretensiones ni privilegios, y su capacidad para dialogar con el que piensa distinto, lo convirtieron en un símbolo ético y político del siglo XXI.
Desde la mirada socialdemócrata que inspira nuestro camino, vemos en Mujica a un ejemplo que debe guiar a las nuevas generaciones: un político al servicio del pueblo, no de sí mismo; un servidor público que entendió que el poder solo tiene sentido si se ejerce con humildad, con límites y con propósito. Ojalá muchos líderes venezolanos tomaran su ejemplo como guía. No basta con hablar en nombre del pueblo: hay que vivir con él, caminar a su lado y gobernar para su bienestar. Mujica nos recordó que es posible hacer política con decencia, y que la honestidad no es una rareza, sino una responsabilidad.
En tiempos donde el cinismo ha intentado normalizar el abuso de poder y el desprecio por las instituciones, su voz serena y lúcida nos recordó que la política es, ante todo, un acto moral. Mujica no se aferró al poder, no se rodeó de lujos, no convirtió la política en un medio para enriquecerse. La suya fue una apuesta ética por una sociedad más justa, más solidaria, más humana. Esa apuesta debe ser reivindicada hoy más que nunca por quienes creemos en la democracia social como un camino hacia el progreso con equidad.
Su legado no pertenece solo al Uruguay, sino a toda la región. A Venezuela le haría bien recuperar esa mirada honesta, crítica y profundamente humana sobre la política. Que su vida inspire a los que vienen, y que los discursos se parezcan más a sus actos. Porque América Latina no necesita mesías, necesita líderes que sirvan. Mujica fue uno de ellos. Y su ejemplo, lejos de apagarse, debe alumbrar el camino.